-Sí, Ricardo: ¡sólo cuarenta mil soles mensuales! – respondiome enfatizando cada palabra de la frase: ¡sólo cuarenta mil soles mensuales! –, como si las degustara, las catara, las paladeara y las saboreara con fruición, a la vez que me miraba de reojo pulsando sus efectos en mi ánimo.
– Claro, Lucio – le agregué llevándole el amén – tu tío tuvo razón ... ¡ganando tan poco, ¿qué otra cosa podía él hacer sino renunciar?!
Para que se tenga una idea de la excelencia del sueldo, habiendo pasado ya tantos años, dejaré constancia que con la quinta parte de aquella cantidad era para vivir una vida no de rico pero sí desahogada y libre de cualquier reserva, limitación ni meticulosidad en cuanto a gastos. Con la quinta parte, repito, perfectamente podíase ser pródigo, y hasta de vez en cuando dárselas de dispendioso sin sufrir por ello. Definitivamente, mi buen amigo Juanito perdía piso y proporciones de la realidad chalaca, y hubiera sido fanfarrón y petulante, lo que en el vocabulario peruano decimos palangana, si no sospechara yo que me hallaba en compañía de un verdadero mitómano, de un exagerado crónico de buena fe.
Referíase a los cardúmenes de anchovetas, al tonelaje de las embarcaciones paternas, desembolsos, radio de autonomía e infinidad de sucesos relacionados con la captura peces y disposición de los tripulantes; a la longitud y costos de las redes; a las faenas pesqueras y mil otras cosas relativas a la labor de aprehensión de nuestras anchoas peruanas, traduciéndolo en términos crematísticos ascendentes a cifras de varios guarismos.
Un buen día casi me saludó diciéndome:
-Ah, Ricardo: mi padre comprará pronto un nuevo auto ya que el que ahora tenemos ha quedado viejo … Un poco más y parecerá antediluviano.
Esto decía con naturalidad, así: espontáneamente, con llana franqueza, sin esfuerzo, entusiasmo ni vehemencia, como resignándose a que este mundo fuera de esta manera y no de otra, sabiendo que desahuciaba un auto modelo inmediatamente anterior al año que estábamos.
Yo le llevaba el amén. Me solidarizaba con lo inexorable de su necesidad de cambio, de la exigencia de la adquisición.
-El auto será, lógicamente, último modelo, de ésos seditas, cómodos, que parecen que uno volara en ellos, y no el carretón que ahora tenemos.
Y así fue. Poco después me vino con la noticia que la compra se había efectuado.
- Mi padre lo compró al chan-chan: un billete después del otro ... ¡A la hora del almuerzo te lo enseñaré!
Seguramente lentas, calmosas, tardas para él transcurrieron las horas hasta que sonó el timbre de mediodía otorgándonos permiso para irnos a casa. Se me acercó con sonrisa amplia, incapaz de ocultar la dicha que sentía él de compartirla conmigo. Con toda cordialidad me tomó del brazo y ambos nos dirigimos a la Calle Lima, que la caminamos en su primera cuadra hasta tomar la Salaverry y cruzar la Plazuela Gálvez, conocida por este nombre o por el de Plazuela Dos de Mayo.